lunes, 14 de enero de 2008

Señal de precaución.

Llegaba el miércoles, tenía un rompecabezas en el cráneo, escuchaba ecos, gritos que desgarraban mis oídos.
Sonó la alarma del reloj, eran las cinco a eme, el cielo era una boca de lobo que tragaba polillas multicolores y luego las escupía grises. Era tan difícil estar de pie, pero tenía que hacer el intento. Caminé hacia la cocina, preparé un café, luego otro y otro; prendí un cigarro, luego otro y otro. Busqué las pastillas, tragué una, dos, luego otra y otra. Eran las siete a eme. Busqué las llaves, y razón tienen cuando dicen que no encuentras cuando buscas, no las encontré. Salí por la ventana y volé hasta el departamento de enfrente. Bajé por las escaleras, arrastrando mi pellejo por los escalones, rompiéndome huesos y quebrándome las uñas. Eran las ocho a me. Tomé el bus. Monotonía, rutina y qué se yo. La señora del kiosko, el vendedor ambulante, el abogado que se quedó sin auto, el profesor apurado, la auxiliar del baño, la cajera del supermercado. Todos corrían arrancando del tiempo que ya los estaba alcanzando. No había espacio en ese lugar, se respiraba el aroma que tienen las calles de Santiago en los rincones por la madrugada, el olor del meado de los borrachos, de los retazos de ropa que visten los vagos, el olor a perro muerto, el olor del mercado central, el olor que queda en la calle cuando los ferianos se van. Los cuerpos se rozaban, se mezclaban sudores y las pieles se evaporaban a cuarenta y cinco grados, pero qué importa, después de todo somos humanos, nos adaptamos. Se detuvo el bus y me bajé, tomé un respiro me senté en la plaza, en la plaza de siempre; estaban los enamorados de siempre, los niños de siempre, los mismos juegos, los mismos arboles. Yo no era la misma, no lo soy. Mi piel estaba ajada, era cansancio, el alma se me había reventado por los pies, mis manos estaban grises, tenían tantas líneas como calles tiene Santiago.
Observé cada movimiento, cada risa, cada llanto, cada mirada en los ojos de aquellos niños; suspiré otra vez y luego otra vez. Prendí un cigarro y luego otro. Se hacia tarde, las hojas de los arboles estaban cayendo sobre mi cabeza blanca, los amantes se marcharon, las madres llamaron a sus hijos, me quedé en ese lugar. Busqué mi reloj, no lo encontré, no encontré el tiempo. Supe que se había ido, para siempre.

viernes, 4 de enero de 2008

Esto es de a dos.

Se arrancaron la piel lo más pronto posible, tan sólo un respiro y ya estaban desnudos. Estaban nerviosos, pues no era la primera vez. Ella mordió su espalda y tan pronto como pudo arrancó su carne, masticó sus huesos, escupió sus venas y nuevamente vomitó sus entrañas. Él no tuvo más que hacer, se acababa el tiempo y ellos también estaban acabando(se). Ella gritó tan fuerte que se trizaron sus dientes, apretó tan fuerte sus manos que sus dedos desaparecieron fundiéndose con el viento.