domingo, 13 de julio de 2008

00:00

11:00 a.m.
Boleterías del Metro U. de Chile.
Bajo al andén y como siempre, espero.
Primer tren.
Segundo tren.
Tercero, cuarto, quinto.
No sé, perdí la cuenta.
3:10 p.m.
Sigo observando a estos mortales.
Caminan, corren, descansan y se cansan. No se detienen, pero tienen que.
Tanta gente junta me desespera, tantas voces, aromas, sabores y colores. El metro tiene algo, un no sé qué. Son las escaleras, las salidas, los estropajos y los zapatos sin pasos. Yo doy dos, tres, cuatro y me canso. Ando insoportable, irascible, vulnerable, hasta un poco sensible. Cada estación me provoca una sensación diferente, también el invierno. Tal vez sea julio, que viene con su voz de abril y me golpea la puerta con la fuerza de agosto. O quizás aún es junio. No sé. A nadie le preocupa el tiempo, ni a los atrasados, ni a los impuntuales; menos al vendedor de flores.
Otro tren. Nadie baja, suben pocos.
Voy al teléfono público, busco en mis bolsillos alguna moneda, quedan dos, marco el número (...) del otro lado nadie contesta. Intento otra vez, en vano.
Me doy vueltas por el andén, bordeando la línea.
Subo.
6:00 p.m.
Las calles cansadas se retuercen y gimen, los semáforos diabólicos bailan el tango de los gorriones famélicos. Cambia el panorama. Aquí arriba se siente más el frío. Camino por la Alameda, sin prisa, con el alma cansada. El paseo Ahumada se llena de amantes. Y yo sigo con mis pies. Vuelvo a la Alameda, llego a Santa Lucía. No estás. Me doy vueltas y vueltas, la señora del kiosko me mira extrañada, no sé qué pensará. Una pareja se besa frente a mí, con tanto impetú, como si terminase el mundo; y yo sigo con mis cigarros.
Camino hacia el parque Forestal, las nubes confabulan y comienza a llover. Entro al café más cercano, oigo violines y murmullos. El teléfono aún no suena. Sigo esperando, pido un café. Dos, tres. Un tipo se acerca y me pregunta qué hora es, "no tengo hora" le respondo.

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