martes, 11 de diciembre de 2007

La gota que derramó.

Y en la mesa estaban las botellas, como cadáveres desangrados. Me quedé sentada esperando un par de horas, fui capaz de mover la mano, me llevé otro vodka a los labios, conseguí inclinar la cabeza y lo bebí todo. Intenté dejar el vaso en la alfombra, me arrastré hasta la cama y esperé de nuevo a que me entrara el sueño. A los cinco minutos estaba dormida, como todos los demás.
Me desperté. Miré el techo, las grietas del techo; vi en ellas tantas cosas y tantas otras imaginé.
El sol entraba a través de la ventana, se reía de mí a carcajadas, me apuntaba y me escupía fuego en la cara. Tenía el cuerpo rígido, los labios secos, las manos heladas y los pies también; bolsas oscuras bajo los ojos, ojos cobardes, ojos que se esconden, que miran para arriba y para abajo y nunca se encuentran. Parecía como si les disgustara ser parte de mí. Horrible.
Luego sonó el teléfono. Lo dejé sonar. Sonó siete veces y luego se detuvo. Estaba a solas conmigo. Me hundí en la cama otra vez, me escondí entre las sabanas y esperé.

No hay comentarios: