miércoles, 14 de mayo de 2008

Gris.

Me asusta mi propia vulnerabilidad. Me asusta lo poco que soy, lo que trato de ser para complacer a quienes quiero. Tengo miedo de todo cuanto haga se torne errado. Y termine haciendo daño, en vez de fortalecerles. Me pierdo entre las palabras que pensé ayer y jamás salieron de mi boca, las mismas que pienso hoy; y me las trago. Lo que quiero decir se esconde en mis bolsillos, termino perdiendo lo esencial, lo que es real; a cambio de lo que se construye tras mis párpados. No es bueno, lo sé. Pero estoy perdida. Perdida entre lo que creo y lo que es. Perdida. Hoy no cabe nada más en mí, que una pena que deshace, destraba y desbarata cualquier corazón. La misma con la que necesito descifrar, lo absurdo e irreal en mí. Y lo que destroza mis sentidos.
No quiero seguir derramando sensibilidad ni seguir escondiendo lo que parece obvio. Estoy harta de albergar hasta lo imposible en un saco que no resiste el peso de su propio silencio. El tiempo se torna lento, pausado y violento.
Y es así, el viento nos dibuja en la esquina de lo cotidiano; la noche vuelve en una mañana y se queda. Nos aturde, haciéndonos creer que lo más complejo se torna sencillo entre nosotros. Son recuerdos que duelen, pero abrazan la vida en silencios. Rasguñan el alma, nos hacen temblar, correr, correr, bajar las escaleras y no volver a subirlas jamás. El cielo se tiñe de un tono enfermizo, casi denso. Los sonidos que antes eran imperceptibles, hoy se suspenden en el aire, como murmullos disipados, que al moldear palabras se tornan burdos, ruidosos y extenuantes. Se transforman en una especie de hielo suave, que sucumbe a la oscuridad más leve. Y es que a través de estas venas, no derramo más que palabras y versos confusos, historias que no conocía, y que son casi mías. Bombean mi vida, me absorben como un líquido lento y doloroso, que dispara, ardiendo entre los lugares más débiles del cuerpo.
Desearía tener la profundidad del mundo en mis manos, un segundo. Asegurarme un lugar en este charco. Tornarme más liviana. Acometer mi locura impalpable hacia un fondo que se niegue a surgir. Un fondo, en el que de vez en cuando, las palabras llegan, arrastradas, desembocando sobre unos labios que ya cansados de la razón, se niegan a hablar. Y callan. Porque desde hace un tiempo, que las horas se cuelgan en mis brazos, en mis letras y en todos los espacios. Desde hace un tiempo que el reloj me odia y me mira y se burla y se vuelve a reír de mí, quién sabe por qué, quizás porque no quepo más que en mi propio reducto.
Y es que en poco tiempo, se aprende que la angustia profunda y permanente, respira como una criatura viva. Que nadie quiere oír. Ni tocar. La vida exige una buena dosis de ella; pero nadie la acepta, nadie la vive. Cuando llega llega aunque nadie la invite. Eso es siempre. El dolor es uno, pero en muchas partes; y todos sentimos y lo sentimos de manera diferente, nos quiebra, nos despelleja, hace que nuestros dientes se tricen de impotencia y de rabia, hace que la marca de nuestras uñas quede tatuada en nuestras palmas, nos desgarra las entrañas y termina por pudrirnos.
Quizás después de todo terminemos pensando que la vida es en colores o tal vez en blanco y negro. Pero hoy aún el tiempo en mí, es gris. Alma gris. Manos grises. Letras grises. Sueños grises. Y un corazón gris, que me ha escogido, aunque yo no lo quiera. Y todo es gris. Ahora sí creo en los matices.
Y me escondo tras las letras.

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