martes, 25 de marzo de 2008

Naranjas verdes pero maduras.

Observo, desde el sillón, a los robots de sangre fría, las mamás en conserva y los hijos en botellas, el mundo es como siempre me lo tejió mi abuela: una naranja espumosa y jugosa, o bien una cama de púas sobre una alfombra de sanguijuelas y cuerpos en pedacitos, o tal vez sabanas atadas a falsos coloquios y vetustos recuerditos. El teatro griego pocas veces se da. Se miran los actores, las palabras de plástico, los besos sintéticos, la apatía y simpleza, los taxistas y profesores, los ejecutivos y doctores. Se mira el mundo, pero no es como las naranjas…
Las naranjas se comen, se chupan y exprimen, pero no así los corazones que beben, usurpan y conciben. En las vitrinas se ven las poleras de Trainspotting o bandas de sexo blando y guitarra de insomnio, las puñaladas en promoción y las mentiras en liquidación. La leche se vence y las aspirinas se acaban. La cama de púas es similar, pero es la que tenemos siempre dentro. A la guillotina, a la guillotina, reclamaría una turba francesa en harapos. Van Gogh se cortó la oreja a propósito, Kurt no se suicidó, Jesús siempre fue homosexual, la luna siempre estuvo habitada y la discoteca nunca estuvo muerta.

Si la señora saca la champaña, nosotros sacaremos la verdad (la de ayer, la de hoy), la de vino tinto y fastidioso, la de caminos de serpientes. Pero ella no sabe que el humo de esperanza jamás se apaga, no con su risita de payaso, ni con su burla empedernida, porque no todos pelan la naranja de similar forma, no todos saben que es redonda. Ni Freud ni el Principito se lo contarán, tampoco Tom & Jerry, menos yo. Porque la cama de sanguijuelas y la naranja espumosa son los dos lados de una misma y apasionada historia.

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