lunes, 14 de abril de 2008

14 + 4

De no mucho me sirvió levantarme hoy; tampoco, me temo, escribir estas líneas. No sólo soy una llorona novelera, sino también una lombriz que se arrastra por la tierra y se hunde en ella cada vez más. Soy capaz de sonreír sin agonizar, y de conversar sin estrangular. Y bueno, si me dan más recetas para la "odisea", háganmelo saber antes de que me de la pereza.
A la chucha, al carajo, a la mierda, al Diablo, al judío, al santo, a la perra; maldigamos todo antes de que nos maldigan en serio. LLenémoslo todo de escoria y diamante. No me importa si mañana estará despejado o nublado, no me importa diferenciar entre el saborear o vomitar, me conformo sólo con saber dónde respirar.
El día de hoy, fue volver a la Inquisición, fue peor que encontrar ají en el café, tan comparable a lo peor del Holocausto, sin prueba ni fiasco.
Nadie lee, nadie se informará, nadie se indignará.
Durante toda la Historia, ha ocurrido lo mismo. Monjas drogándose con anticonceptivos y putas que van a misa todos los domingos, simplemente, a pedir perdón. Mátenlas, dijo Cortázar. Estas monjas sin cabeza, viólenlas. Estos niñitos hambrientos, engórdenlos. Lutero suministró pan y vino rancio a la Iglesia. Mis padres me regalaron LA Humanidad y me quitaron con sangre los números. Yo me dispuse a mear la felicidad, formando chorritos con la tierra, bamboleándome y creando caminos de papel; creyendo que nadie más hará eso. Soy el esperpento de las comedias locas. Me aburren los capítulos románticos, son como las mañanas de esta ciudad; se escuchan las bocinas y la ambulancia que lleva al muerto vivo, el Sol, el agua hirviendo, las tostadas crujiendo y las sábanas gimiendo. La televisión no hace más que alimentarme la ira.
No quiero contacto, palabras, boca, nada. No quiero escuchar, no quiero oler, porque huelo ese maldito perfume en todas partes y se me congela hasta la sangre y mi corazón late cinco mil trescientas cuarenta y seis veces por segundo. Me tiemblan las manos, no me coordino y mi voz se distorsiona como la noche del vagabundo que no tiene ni calles ni zapatos para andar. Caminé hasta la estación más cercana, y me hundí en el mar de gente, vi como fluía aquella masa por las escaleras, como nadie se miraba, como nadie se sentía. Quise cerrar los ojos un segundo, sólo pestañar y, no pude. Vista, gusto, olfato, oído y tacto. ¿Sólo con eso se siente?
Bajé las escaleras, tropecé con los ojos de un ciego, rodé hasta el andén, mi pellejo quedó como prueba de aquella caída y la estación se tiñó de sangre, el olor a rosas podridas se arraigó en el lugar. Me levanté. Di media vuelta y subí las escaleras cojeando, arrastrándome, arrancando. Quise encontrarlo, una vez más. Mirar sus ojos, arrancárselos, triturarlos; destriparlo, quemarle las entrañas. Con un alicate sacarle las uñas y ponerlas a freir; cortarle los dedos y dárselos a los perros como alimento, con mis propias manos asfixiarlo, hasta que me pida de rodillas algo de oxígeno. Es que lo odio tanto. Lo odio tanto, que quiero ser la única que presencie aquella muerte. Quiero ver su esqueleto, con un par de nervios y tendones temblando frente a mí. Mientras yo me afirmo la panza para que no se me caiga de tanta risa, de tantas carcajadas. Mientras la burla se me sale por los poros. Y el último cigarro lo apago en sus pulmones, dejándo una cicatriz; porque a los pobrecitos, obviamente, los dejé remojándo en la taza del baño público del paseo Ahumada.
No sé cómo odiarlo. Pero lo odio.
Quiero vomitarle en la cara.

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